El libro de los padres

Megosztás

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I.

El mundo despierta. Fragancias de verdor sobrevuelan la tierra y traen consigo esperanzas de primavera. Los tallos asoman por los surcos. En las plantas salen los primeros brotes. Un desfile de tiernas espigas se adueña de valles y praderas. Arbustos de forsitia extienden su oro por los repechos del terreno montuoso. Las ramas de los nogales que han sobrevivido al invierno aún están frías, cargadas con nuevo follaje se mecen con nostalgia en el cielo cristalino.

***

El municipio de Kos de Hungría fue saqueado poco después de haver nosotros llegado allí, en la vigilia de San Jorge del año del Señor 1705, como también ocurrió en cinco ocasiones durante 1706, tres de ellas a manos de los Kurucz de Rákóczi y dos a manos de las tropas de Labancz del Emperador. De las 74 fincas casi una tercera parte fue incendiada o devastada y acabó en ruinas, y otro tercio tuvo que ser abandonado, puesto que sus moradores dexaron atrás casa y corte para huir a los pacíficos campos. Deste modo fueron del todo supressos el júbilo y la industriosa pujanza del lugar. Agro y pastos quedaron sin cuidado alguno, el ganado diezmóse. Quando passamos la primera noche bajo nuestro buen techo, mi nieto Cornelius preguntóme, aún en alemán, si habría de passar mucho tiempo antes de regressar a casa... lo que nosotros también seguimos questionándonos.

Así empezaban las anotaciones del abuelo Czuczor en el diario encuadernado en tela que le había regalado su hija Zsuzsanna. Se desenvolvía con igual soltura en las lenguas alemana, eslovaca y húngara, pero siempre había escrito en la primera. En cuanto volvió a tierras magiares decidió retomar los apuntes en su lengua materna. A buen seguro que deseaba que su nieto Cornelius los pudiera leer en cuanto se hiciera mayor. Los tres llegaron en un carromato con toldo desde Baviera, adonde el abuelo Czuczor y su hermano habían huido y se habían establecido tras el escándalo por el complot Wesselényi, denominado así por el apellido del principal conspirador. Los hermanos Czuczor siempre mantuvieron que no les unía relación alguna con los insidiosos; pero fue inútil, los incriminaron con cartas falsificadas y fueron requeridos ante la justicia, les confiscaron prontamente las propiedades y quizás les hubiera costado la cabeza si no hubieran huido raudos fuera del país. Vivir en el extranjero les brindó la oportunidad de aprender el oficio de impresor y encuadernador, y de fundar un taller. A la postre se dedicaron a componer remiendos. En el registro de artesanos de Thüningen se inscribieron como los Gebrüder Czuczor.
El abuelo nunca pudo encajar con el viento y las tormentas de la región, ni tampoco con sus gentes sedientas de cerveza; receloso, culpó a los bávaros de los frecuentes fallecimientos en la familia. No fue ninguna sorpresa, pues, que cuando tuvo noticia del edicto del príncipe regente se precipitó al taller, donde encontró a su hermano ordenando las regletas. «Ya podemos ir preparando los hatillos!», le gritó desde la escalera. Le mostró un ejemplar ajado de la gaceta en latín Mercurius Hungaricus. «Podemos regresar e instalarnos en alguna de las villas húngaras que han quedado despobladas.»

No ha habido nada que moviesse a mi hermano a volver a nuestro hogar. Ha preferido quedarse en Thüningen, donde tenía ya las costumbres adquiridas, y continuar con el tallér. Desde entonces no hemos tenido noticias dél. Zsuzsanna siente gran preocupación por el pequeño Cornelius: corren tiempos de urgencias y el niño - que apenas cuenta cinco años- no come lo que le es necessário, hay escasséz de huevos y carne.

Tras una tortuosa travesía volvieron a su país y se establecieron, más mal que bien, en la finca que les había tocado en gracia y que se encontraba en un extremo de Kos. En el acto, el abuelo Czuczor enterró detrás de los rosales de la parte trasera del huerto el dinero que había traído consigo, y no confió el escondrijo ni a su nieto ni a su hija. Tan solo lo sabía Wilhelm, el mozo que había viajado con ellos desde Thüningen y que le había tenido que concurrir para cavar el hoyo.
- Wilhelm, nunca nadie debe tener conocimiento de esto. Me has entendido? - el abuelo Czuczor lo amenazó con la mano e hizo un ademán inequívoco: le retorcería el pescuezo si se lo contaba a alguien.
- Sí, señor! - contestó el zagalejo, con el mismo aire canino con que respondía a cualquiera orden. En húngaro no conseguía más que dar los buenos días con un imperfecto «Yanapot!».
Los otros niños se burlaban de Cornelius a causa de sus finos cabellos pajizos y sus orejas de soplillo, y de vez en cuando también por las palabras alemanas que introducía cuando hablaba en húngaro. Pero el nieto se había familiarizado rápidamente con el idioma autóctono, y a ciencia cierta eran tiempos inquietos que no hacían muy fácil cualquier aprendizaje. De todas partes llegaban noticias ominosas.
Este niño enclenque siempre pasaba hambre, pero no nunca se unió a los alborotadores pilluelos del pueblo que, pese a las advertencias de sus padres, iban a jugar al campo y al bosque y siempre terminaban hallando algo que llevarse al gaznate. Cornelius buscaba la compañía del abuelo, se pasaba horas y horas en la parte delantera de la casa, donde el viejo Czuczor había dispuesto los utensilios de impresor que había transportado desde Baviera. El pequeño se esforzaba en ser útil pero casi siempre le salía algo mal: ya entonces, como también más adelante, le faltaba la destreza necesaria. Un ciego guiando a un tullido, pensaba el abuelo Czuczor: tenía los dedos cada vez más entumecidos y también le temblaban demasiado. Había dejado de cortarse la uña del pulgar derecho y había decidido emplearla como una larga y afilada herramienta para poder coger más rápido los tipos de la caja. Pero últimamente la uña se le agrietaba y le sacaba mejor provecho si la usaba para rascarse la cabeza.
- Anda, ve a jugar con tus compañeros!
- Contadme una historia! - respondió el chico, hacendo caso omiso.
El abuelo Czuczor suspiró profundamente y empezó:
- El rey Jorge Rákóczi I le otorgó rango de hidalguía a mi difunto padre, Szaniszló Czuczor de Felsőfenyves, por la bravura demostrada en la campaña de Viena.
- Eso ya hace tiempo que lo sé. Mejor explicadme algo sobre mi madre, de cuando era moza. Y sobre su madre!
El abuelo Czuczor negaba con la cabeza. Aún le hería. En Thüningen se había desposado con una mujer de bien. La callada y afanosa Gisela le trujo seis hijos a este mundo que, excepto Zsuzsanna, la menor, habían entregado sus pobres almas al Señor al poco de nacer. Los seis partos habían consumido por completo a Gisela y por ello acabó rompiéndose el hilo de su vida. A causa del pesar, el abuelo Czuczor encaneció prematuramente. Cada mañana, desesperado, apretaba contra sí el débil cuerpo de Zsuzsanna, que por entonces contaba tres años, y murmuraba: «Al menos quédate tú conmigo, pequeñuela!»
- Qué dices, padre? - exclamaba la niña, acongojada, pues no entendía aún el húngaro.
- Ah, quédate conmigo, hija mía! Tan solo te tengo a ti!
Al cabo de quince años, que pasaron como una exhalación, Zsuzsanna se convirtió en una muchacha donosa, esbelta y, como suele acontecerse, casadera, lo que dejó de ser cuando contrajo esponsales con Péter Csillag, vástago de una familia venida asimismo de Hungría. El desdichado Péter, empero, solo pudo disfrutar las mieles del matrimonio durante seis meses pues, estando de caza, cayóse del caballo y golpeóse la cabeza contra un tocón, perdió el conocimiento y no logró recuperarlo en las dos semanas que pasó como muerto en vida hasta que, al fin, expiró su último aliento.
- Por qué seguís callado, abuelo?
El viejo empezó con una historia que le habían contado de niño: el tatarabuelo de Cornelius, el prodigioso Boldizsár Czuczor, se distinguía por su arte en el retrato. Tenía una memoria tan nítida y singular que bastábale con observar a alguien una vez para interiorizar su fisionomía de tal modo que, sin volver a verle, podía reproducir la efigie en el lienzo. El gracioso rostro de su esposa, cuya fama traspasaba fronteras debido a su natural donaire, era plasmado con frecuencia en las telas de Boldizsár Czuczor. Solo hubo un retrato en el que ella fue incapaz de reflejarse: el de la fidelidad conyugal. En una ocasión Boldizsár la sorprendió con un oficial que servía momentáneamente en la guarnición estacionada en la ciudad. Al observar lo inequívoco de la situación, cortésmente salió de la alcoba y, cerrando la puerta, les gritó: «Adelante, solazaos bien solazados!». Los cazados deliberaron brevemente y, en cuanto se les hubo pasado el espanto, atendieron al consejo. A la mañana siguiente Boldizsár les hizo llevar un opíparo desayuno y convocó al señor oficial en la casa de baños. Una vez allí, estando desnudo, lo roció de cabeza a pies con pintura verde. El suceso se dio a conocer porque el capitán de caballería no halló remedio con que quitarse el verdín de la piel. Tan bien salió aquello que el soldado tuvo que encerrarse en casa. Finalmente mandó una nota al cornudo marido en la que, humilde y encarecidamente, le suplicaba una solución al problema del pigmento, pues mancillado de tal guisa no podía salir a la calle por ser el hazmerreír de todos. Y Czuczor replicó: «Señor oficial, Vos me habéis causado una deshonra que no puedo lavar. Creo justo que compartáis mi sino.»
- Pero abuelo, la última vez también había teñido a su mujer!
- Cómo dices?
- Lo habíais contado de otro modo, abuelo... y el señor Boldizsár tampoco había dicho: «Solazaos bien solazados!»
- Y cómo lo había expresado?
Con una voz grave y ronca, imitando a la de su abuelo, dijo:
- Regocijaos y buscad deleite!
El abuelo Czuczor se rascó la cabeza. Bien podría ser. No era la primera vez que la buena memoria de su nieto lo dejaba atónito. A edad muy temprana quiso saber los números y ahora no solamente había aprendido a contar hasta cien de oídas, sino que también era capaz de escribir las cifras sobre la cera endurecida en el fondo de los cajones.
- Paréceme que has salido a tu tatarabuelo Boldiszár.
- Sí, porque también puedo recordar con exactitud todo lo que veo.
- De veras? - El abuelo Czuczor le tapó los ojos con la mano izquierda- . Entonces dime ahora mismo todo lo que has visto en el estante.
Cornelius evocó en su memoria la imagen de la mesa de trabajo - que el abuelo daba en llamar estante- y la recompuso ante sí.
Empezó a referir el listado con cálida voz:
- Dos escuadras, cuatro ovillos de cordel, una prensa manual, una cizalla, una abrazadera para papel, dos buriles, treinta regletas ordenadas por tamaño, dos docenas de imposiciones, tres cajitas con cajoncitos y dentro las letras de imprenta y los espacios, siete libros, unas doscientas hojas impresas, un ocular y dos lentes de aumento, dos botes pequeños con vuestras píldoras, que hoy aún no os habéis tomado, luego el diario, y al lado el tintero y cuatro plumas... y una mosca - ahí se detuvo.
- Cómo sabes lo que son las escuadras, las regletas y la prensa manual?
- Lo he oído, y también habéis escrito en el libro sobre ello.
Pasaron unos instantes hasta que el abuelo Czuczor pudo acordarse de que, en efecto, había hecho un inventario de sus utensilios antes de meterlos en el baúl.
- Significa eso que sabes leer?
- Pues claro!
Cornelius tomó una de las hojas impresas y empezó a leer el texto despacio pero con voz clara y siéndole fiel. El abuelo Czuczor se sujetó el ocular sobre la nariz y resiguió con los ojos los tan solemnes renglones.

POR ORDEN DE NUESTRO CLEMENTISSIMO SEñOR, EL RICOHOME PRINCIPE FRANCISCO RAKOCZI DE FELSÖ VADASZ: Por las duras penas ſufridas por nueſtro pueblo y nueſtra querida patria bajo el cruel dominio de la nación alemana aſsí como por las iniquas penas padecidas por su egregia persona:
PONESE DE MANIFIESTO a los Criſstianos deſte mundo que deſde la inocencia hánſe alzado las armas húngaras diſpuestas a liberarnos del yugo de la casa de Auſtria, para lo cual hizoſe público el preſente primero en lengua latina y agóra en lengua húngara.

Este arrugado ejemplar del manifiesto del príncipe regente había llegado a manos del abuelo Czuczor en una taberna de Thüningen. Unos viajeros compatriotas suyos se lo habían dado. Acariciaba el plan de reimprimir el texto.
De pronto volvió de su embeleso con el pasado. Dios mío, este mozuelo tiene cuatro años y sabe ya leer con fluidez!
- Alguno de tus amigos te ha enseñado?
- No.
- Quién, entonces?
- Nadie... he aprendido yo solo.
- De verdad?
- Verdad es..., siempre me fijaba en las hojas con letras, y un día, de repente, percatéme de que no todas eran iguales. Por qué, abuelo, hay a veces una f donde tendría que haber una s?
- Cuando es una letra larga, es decir, una sz húngara.
- De acuerdo, pero en Auftria?
- Claro... también ahí debería ir una sz, pero se han dejado la z.
El abuelo Czuczor no podía salir del asombro, con su propios ojos había recorrido en infinidad de ocasiones el texto del manifiesto y nunca habíase percatado del desliz. El chiquillo podría llegar a ser un excelente corrector, pensó. Llamó a su hija para que acudiese:
- Mira Zsuzsanna, este pilluelo es entendido en todo!
Cornelius empezó de nuevo:
- Por orden de nuestro clementísimo Señor, el Ricohome Príncipe Francisco Rakoczi de Felsö Vadasz... Abuelo, por qué no hay ninguna raya encima de la a ni de la o de Rakoczi?
- De qué raya hablas? - Zsuzsanna acercó la cabeza al papel.
- En las mayúsculas no siempre es necesaria la tilde, pero en todo caso sí que hay que marcar la Ä y la Ö.
- Qué son las mayúsculas? - preguntó Zsuzsanna.
- Las letras que van en el título - contestó el abuelo Czuczor, no sin mostrar un matiz de reprobación. Algo podría haber aprendido después de tantos años. Pese a los variados intentos de su padre, Zsuzsanna seguía siendo lega en escritura. El pequeño Cornelius no había heredado, gracias a Dios, la cabeza de su madre.

Mi nieto Cornelius ha descifrado lo que he annotado y heme abstenido por completo de reconvenirle por ello dada mi sorpressa, grande en demasía, pues sin ayuda de nadie ha aprendido las letras y también las palabras. Podría acáso convertirse en predicador ò professor? Si los tiempos no estuvieran como están, placeríame ir con él a Enyed ò Nagyszombat* y que gentes con oficio lo aceptaran. Pero el viage puede deparar numerosos peligros, y no es cosa alejarse de la aldea pues, a paso dado más amenaza contra nuestras vidas. Cuéntase que a menos de un día de marcha de aquí ha de encontrarse el exército de los Labancz con el de los Kurucz. Qualquiera dellos que resultare perdedor y fuere ahuyentado, podríase cruzar en nuestro camino causando incendios y pilláges, y una caterva de guerreros que huye derrotada no conosce qué es piedad.

Siendo aún hora de dormir empezó a clarear. El abuelo Czuczor se levantó de golpe y salió al patio para comprobar si los vecinos ya estaban en pie; había olvidado, con tal brusco despertar, que en las casas de alrededor hacía tiempo que no vivía nadie. Abajo el valle ardía en llamas y se perfilaba en luz rojiza la línea del horizonte, casi hasta Varasd**.
También Zsuzsanna acudió sobresaltada, cargada con el niño llorando en brazos, un hatillo que había dispuesto días atrás con lo poco que tenían para comer, algunas ropas de recambio, velas y un par de cosas necesarias para la supervivencia. «Rápido, venid!», le gritó a su padre. El abuelo Czuczor volvió corriendo a casa, se puso las botas en un santiamén, se embozó el sobretodo, cogió el sombrero, su fardo y el diario, y mientras salía corriendo aún pudo echar un último vistazo a la casa, en la que había de abandonar sus preciados utensilios. Los encontraré intactos? Se apresuró a salir a la calle, que a mano izquierda llevaba al Monte Pelado.
Todos los aldeanos corrían en esa dirección; en casos de peligro, la Vieja Cueva siempre había sido un buen refugio. Se accedía a través de una grieta que adentrábase en la roca. El acceso se podía obstruir con una losa de piedra triangular de modo que ningún forastero podría darse cuenta de lo que tras ella se escondía. La cueva, que ensanchándose como una pera se adentraba en las entrañas de la montaña, había servido de vivienda a humanos desde tiempos remotos. Con esta oscura gruta los padres acostumbraban a inspirar temor a los niños de Kos: «Si no te portas bien te encerraré en la Vieja Cueva!»
En cuanto el abuelo Czuczor, junto a su hija y su nieto, llegó al lugar, los otros ya se habían instalado, y a disgusto se apretujaron para dejar espacio a los recién llegados. En el pueblo, el recelo hacia los extranjeros, esto es, también hacia los Czuczor, seguía sin remitir. Sobre Zsuzsanna - como sobre otras mujeres enlutadas- corrían rumores de indecencia; del viejo murmurábase que tenía un pacto con el diablo. Su uña deforme daba buena prueba de ello. En el interior de la cueva llameaba media docena de velas y dos candiles, y sobre ellos, bajo la ennegrecida bóveda de la caverna, se arremolinaban pequeñas nubes de hollín. Dos mozos, con gran esfuerzo, volvieron a poner en su sitio la losa triangular. El fragor de la lucha en el exterior se fue apagando.
- Dónde está Wilhelm?- preguntó Cornelius.
- No está aquí? Siempre está haciendo el pillo en alguna parte... él sabrá por dónde corre - musitó Zsuzsanna.
A Cornelius le vino el sueño en seguida. Se acercaba a una luz cegadora y veía a un hombre viejísimo que en los dedos de las manos tenía garras largas como puñales, con las que tallaba animalitos en tacos de madera que cobraban vida y jugaban en un claro del bosque. El tío Dios!, pensó.
El abuelo Czuczor hablaba con Gáspár Dobruk, el herrador, que tenía una fuerte cojera y no era apto para la guerra. Explicaba que los que estaban causando estragos en Varasd no eran ni los Kurucz ni los Labancz, sino los combatientes de Farkas Balassi, que no reconocían Dios ni ser humano; solo les importaba el pillaje y el saqueo.
- Entonces tendríamos que darles lo que deseen! - dijo el abuelo Czuczor.
A Gáspár Dobruk casi se le salen los ojos de las órbitas:
- Estáis loco? Entregarles sin reservas todo lo que hemos conseguido amasar durante años?
- Se lo van a llevar igualmente.
Un disparo, bastante cerca. Zsuzsanna empezó a sollozar.
- Chitón! - bisbiseó el abuelo Czuczor.
Entonces los últimos habitantes de Kos se acurrucaron, conteniendo la respiración, rezando, apretados los unos contra los otros en la Vieja Cueva. Que Dios se apiade de nosotros, imploraba el abuelo Czuczor. En esto, se puso en marcha la vanguardia de los combatientes de Farkas Balassi, asediados por ladridos de perro, a lo largo de la calle principal del pueblo, de huerto en huerto. Llevaban a los rocines por las riendas y andaban rebuscando por las granjas, los sables desenvainados, sin poder creerse que no había en la aldea ni un alma. Descerrojaron las puertas con hachas. Balassi les había dejado la aldea como botín. Tan solo es que en las casas no había apenas nada que robar, y empezaron a arrojar por las ventanas, entre blasfemias, cazuelas viejas. Una y otra vez incendiaban los techados de paja con antorchas, el fuego crepitaba, en establos y cobertizos bramaba el ganado y los perros que intentaban soltarse de sus cadenas acababan estrangulándose. El propio Cornelius reconoció, desde la lejanía, el eco de los ladridos de Burkusch, el komondor del abuelo.
Zsuzsanna reprimió los llantos como pudo.
- No tengas miedo - le susurró a su hijito - , Nuestro Señor es misericordioso.
- No temo a nada - masculló Cornelius.
Tras unos quince minutos cesó el ruido en el exterior.
- Quizás se hayan ido - aventuró Bálint Daróczi de Borzávar, el administrador.
- Otro será el que se lo crea, - gruñó el abuelo Czuczor - probablemente sea una artimaña.
- Sería bueno que alguien saliera a comprobarlo.
- Calma! - exhortó el abuelo.
Cada vez había más lucecitas iluminando la sombría cueva. El abuelo Czuczor alargó la mano hacia su fardo, aun y ser consciente de que no había cogido los utensilios de escritura. Cerró los ojos y se figuró lo que escribiría si tuviera a mano pluma y tintero.

Calendas de abril de 1706. Con esta cerniente guerra en derredór la incertidumbre es grande, no sabemos si nuestras propiedades aún siguen en pie o si han sido saqueadas y destruidas, ni si por ventura queda algo de valor. Solo tenemos víveres para tres días, para cuatro, si Dios quiere. Zsuzsanna laméntase y llora a cada minuto, Cornelius lo sobrelleva con mucha serenidad, lo que deja patente el gran temple de su espíritu. En tanto podamos sobrevivir a estas malhadadas adversidades, tendremos motivos para estar orgullosos deste niño. Dios le disponga caminos más llanos, y fuerza ahora y después.

Hacia medianoche Bálint Daróczy de Borzávar y dos hombres mozos abandonaron la gruta para ir a inspeccionar el pueblo. Tomaron antorchas, lo que no dejaba de ser superfluo, pues muchas casas estaban todavía iluminadas por las llamas. En el aire flotaba un penetrante olor a vigas carbonizadas y el hedor de los cadáveres quemados. Ni una vivienda había resistido a tanta calamidad. La torre de la iglesia se había derrumbado. En el camino, dos cadáveres; se trataba del anciano Béla Vizvári y de Boriska, su esposa. Era evidente que habían querido esconderse en el pequeño molino pero que los bandidos habían llegado antes y los habían pasado a cuchillo. Bajo los ropajes empapados en sangre sus restos se habían hinchado un poco.
- Dios mío - gimió uno de los mozos - , mucho mejor sería reunir lo nuestro e ir a vivir a otra parte, donde no hubiéramos de ver nunca más estas miserias.
- Silencio!
Adónde ir?, pensó, por todas partes nos alcanza la guerra. Frente a la finca de los Czuczor se toparon con otro cuerpo. Era Wilhelm, el alemán; los criminales le habían cortado los brazos. A su lado, esparcidos por el suelo, los tipos de imprenta del abuelo Czuczor. La plancha de hierro colado, el cajón y su contenido, todo hecho trizas. Al parecer, Wilhelm había querido salvar los aparejos de impresión de libros. Los diversos tipos de letra no fueron del gusto de los bandidos, que en los baúles esperaban hallar dinero y doradas alhajas. Más adelante estaba tirado Burkusch - habría salido en socorro del chico- , tenía un costado abierto por el que asomaban las tripas.
Al saber lo ocurrido, se humedecieron los ojos del abuelo Czuczor. Pobre Wilhelm. Vino con nosotros, doce días de viaje desde el lugar en que nació, para llegar aquí y perderse. Cuando tengamos días más tranquilos habrá que darle la noticia a la madre. El abuelo Czuczor se propuso enviarle dinero a la pobre mujer, y pensó la cantidad.
Creían que Cornelius dormía el sueño de los justos, pero en realidad el chiquillo pasaba casi todas las noches en vela. Entre los retazos de palabras que llegaban a sus oídos no estaban los nombres de Wilhelm y Burkusch. Sin embargo, había entendido el relato del destino de Béla Vízvari y su mujer, pese a que nunca había tratado con el concepto de muerte. A menudo había presenciado la mesura con que un cortejo fúnebre se dirigía a la iglesia, había visto el féretro, sentido la lobregura y el luto, y percibido las menciones a los pobres difuntos, pero no entendía que el cuerpo del hombre o mujer en cuestión pudiera estar en la caja. Su madre le había explicado fielmente la muerte del padre. Cornelius vio ante sí la mortal caída del caballo, oyó el impacto de la cabeza contra el tocón de árbol - también él se había golpeado en la cabeza en muchas ocasiones. A su progenitor se lo imaginaba, por el medallón que su madre llevaba al cuello, parecido al abuelo.
Los hombres deliberaron si debían ponerse en camino al alba, cada cuál a su casa o granja o lo que quedase en pie. Bálint Daróczy de Borzávar desconfiaba, era todavía demasiado pronto y aquella gente en armas podía regresar en cualquier momento, a lo que había que añadir el temor de que pudiera producirse en esos mismos parajes otra degollina si los Kurucz o los Labancz, o entrambos juntamente, pasasen por allí.
El abuelo Czuczor negó con la cabeza:
- Pero tampoco podemos quedarnos escondidos en la montaña hasta el último de nuestros días, muertos de miedo... la Misericordia de Dios no tiene límites, hágase su voluntad.
La disputa duró horas. Al final el abuelo Czuczor declaró que, aun y si los demás se negaban, él quería bajar. Al amanecer despertó a Zsuzsanna y Cornelius:
- Preparaos, que nos vamos.
Recogieron sus cosas, pero solos no podían mover la losa de piedra. Uno de los mozos que estaba durmiendo se despertó y persuadiéronle de que les echara una mano.
Cuesta abajo solo podían ver hasta el final del primer recodo, un viento frío les cortaba la cara, aún no avistaban el pueblo: el abuelo Czuczor aprovechó el momento para advertir a hija y nieto de lo que les aguardaba. Pero lo que vieron excedió las peores sospechas. De tanto llorar, las mejillas de Zsuzsanna se transformaron en dos hinchazones, y fue inútil que su padre la convenciera de que eso en nada la ayudaría. Cornelius, enmudecido, lo observaba todo: las casas asoladas y reducidas a cenizas, los buitres que volaban sobre sus cabezas, los animales sacrificados. No vertió lágrima alguna ni siquiera cuando se toparon con los restos mortales de Burkusch. De algún modo presentía que todo aquello no era más que el principio de algo que no podía vestir con palabras. No se soltó en ningún momento de la gigantesca y sosegadora mano del abuelo, que se mantuvo a su lado a cada paso. Éste no se encaminó en primer lugar a la casa, de la que solo quedaban con techo la cocina y el vestíbulo, sino hacia el final del huerto, a los rosales. Ahí los bandidos no habían pisoteado nada. Inclinó la cabeza y vació la vejiga en un bancal. Cornelius hizo lo mismo y comprobó, para su asombro, que el miembro del abuelo era mucho mayor que el suyo: como una morcilla grande.
Los muebles estaban hechos pedazos, la ropa y todos los bienes transportables o no estaban o los habían pisoteado hasta dejarlos inservibles.
- Qué vamos a hacer? - preguntó Zsuzsanna.
El abuelo Czuczor no respondió. Acercó su taburete, que no estaba roto, al banco de trabajo, sentóse y afiló la pluma de ganso. Entonces puso tinta en el tintero y empezó a escribir en el diario.

Día de luto. Wilhelm muerto, y nuestros bienes muebles echados a mal. También mis utensilios. Me faltan las fuerzas para buscar por dónde los han esparcido, entre tanta mugre y suciedad. Qué hacer? Confiemos en Dios. Justus es, Domine, et justa sunt judicia tua.

Miró a un lado y vio a su nieto que, de hinojos bajo el escritorio y con una punta de estaño, pintarrajeaba en un pedazo de papel, mientras con la mano izquierda se agarraba, obstinado, al calzón del abuelo.
- Qué haces ahí abajo, Cornelius?
- Escribo, abuelo.
- De veras?
El abuelo Czuczor se arrodilló para acercar los ojos al papel. Leyó las letras garabateadas que, mientras las interpretaba sumido en la perplejidad, delataban cierto sentido.
Día de luto - había escrito Cornelius- perdimos a Burkusch, lo quiero enterrar en el patio junto a las rosas...
- Allí no! - exclamó el abuelo Czuczor.
El niño no entendía nada:
- Y por qué no?
- Mejor en un sitio no tan húmedo como ese... hay que cavar un hoyo, lo haremos juntos - acompañó a Cornelius al huerto- . Dime, pequeño, cuándo has aprendido a escribir?
- Os he observado mientras lo hacéis, abuelo.
En el lugar donde se levantaba la valla, ahora derribada, encontraron un arcón mohoso. Allí depositaron los restos de Wilhelm y proporcionáronle eterno reposo junto al cobertizo, donde el antiguo propietario de la granja había plantado en su día un abeto. A Burkusch lo envolvieron y sepultaron en un mantel de grana, que Zsuzsanna había cosido para la mesa grande. Lo habían hallado ante la casa, hecho jirones y con unas sospechosas manchas parduzcas.
Por la tarde fueron asomándose los otros lugareños. En todas las casas y patios pudieron oírse llantos y lamentos.
Llegó la noche y, cuando ya no se veía más allá de dos pasos, se percibieron ruidos de escopeta y el retumbar de herraduras.
El abuelo cogió al vuelo al niño y una manta y se arrojó a correr por el camino hacia la colina. Tras de ellos, los golpes sordos contra el suelo de las zapatillas de Zsuzsanna. En esta ocasión solo un tercio de los habitantes logró entrar en la Vieja Cueva, eran los que vivían más cerca. También faltaba Bálint Daróczy de Borzávar. Además del abuelo Czuczor pudieron entrar otros dos hombres, un viejo campesino y Gáspár Dobruk, el cojo. A causa de la abrupta escapada apenas se habían procurado víveres y lumbre. Una minúscula llama fluctuaba en el refugio.
- Si permanecemos aquí escondidos más de dos días moriremos todos de hambre - refunfuñaba Gáspár Dobruk.
- Mientras hay vida hay esperanza! - contrapuso el abuelo Czuczor- . Hasta que pase el peligro tendremos que compartirlo todo como buenos hermanos.
Entonces pusieron en común lo que cada cual traía. Solo discreparon la abuela Mislivetz y su hija, que tenían seis panecillos, dos pastillas de mantequilla, una paletilla de cerdo y varias botellas de vino. El abuelo Czuczor las exhortó:
- Pero no habéis traído candil, y bien que os ilumina nuestra luz... podéis buscaros nuevo abrigo si os da reparo compartir estas migajas; si preferís quedaros, entregaos entonces al destino común como buenas cristianas. Y ahora recordemos a todos aquellos a quienes hemos perdido.
Tras esta invitación empezaron a llorar en coro todas las mujeres y a mostrar su dolor. La esposa de Bálint Daróczy de Borzavár - para entonces ya su viuda- se lamentaba tan alto que se temió que la pudieran oír desde fuera. Se golpeaba la cabeza contra la pared de la gruta y el abuel Czuczor y Gáspár Dobruk no hallaron otro modo de impedirlo que envolverla en una gualdrapa y sujetarla con cuerdas. Cornelius lo observó todo con espíritu despierto. Aún seguía sin temer por nada, pero intuía que el viejo mundo no iba a volver, aquel en que por las noches, frente al hogar, comía con reposo hasta saciarse, oía crepitar los leños y escuchaba atentamente las historias del abuelo. Lo que le enojaba era no tener a mano papel, pluma y tinta y no poder ejercitarse en la recién adquirida arte de la escritura.
Al abuelo le venían pensamientos similares a la cabeza: cuánto de lo ocurrido en esos días de confusión podría haber destilado hasta su quinta esencia en su libro.

Con qué conceto y propósito nos ha infligido Dios este sino? Merecemos que nos despoje de casa y huerto y nos entregue a la más absoluta ruina? Mas a partir de ahora deberemos confiarnos con firmeza a su omnipotencia, hemos llegado tan abajo que desde este instante cualquier camino nos habrá de conducir ineluctablemente hacia arriba. Nemo ante mortem beatus.

Farkas Balassi se había equivocado: creía que István Lukovits de Rigómező, quien, de todos era sabido, había alcanzado una riqueza de ensueño en tierras helvéticas, era todavía el gran terrateniente del pueblo. No sabía que Lukovits se había mudado a Viena meses atrás, llevándose consigo todos sus bienes y habiendo vendido sus posesiones. Los mercenarios de Farkas, empero, registraron a fondo Kos en busca de los presuntos tesoros suízaros una y otra vez. No se conformaron con los magros botines que aquel saqueo les deparó.
A las afueras del pueblo, allí donde el camino se divide en dos ramales - uno sube por la montaña, el otro desciende hasta el valle, en dirección a Varasd y, más adelante, a Szeben*- , había un pañuelo de seda verde en un charco. El teniente y aposentador Jóska Telegdi lo vio. Bajó del caballo y tomó la prenda, la olió y percibió la fragancia de un afeite de mujer. Con repugnancia metió las manos en aquella agua turbia por ver si no habría alguna cosa más. Pescó un objeto duro, de forma ovalada. Lo frotó contra el calzón para limpiarlo. Era un huevo de metal ornado. La alegría inicial por el descubrimiento se desvaneció cuando comprobó, dándole un mordisco, que no era de oro. Lo escrutó y presionó por todos lados hasta que se abrió una tapa que reveló lo que escondía: un valioso mecanismo de relojería que daba el día, el mes y el año. Había dejado de funcionar. Le habría entrado agua? Cuando lo observó con más detenimiento, vio que marcaba poco más de las doce de un día de octubre de 1683. La cara se le ensombreció al verlo: qué curioso, el reloj se había parado el día de la batalla de Párkány, justo cuando su padre cayó muerto. Dio cuerda a la minúscula rueda, pero el artificio no se puso en marcha. Habría estado allí tirado desde 1683? Imposible, no había rastro de herrumbre. Entonces, quien lo hubiera perdido bien podría haber dejado atrás otras propiedades. Cortó unas cuantas ramas y con ellas barrió el agua del charco. No halló nada más.

La tarde del segundo día que pasaron en la cueva, a Zsuzsanna empezó a escocerle la piel de un modo insoportable, se rascó hasta hacerse llagas, las sabandijas la habían tomado con ella. Cuando los reclusos, para dejar entrar un poco de aire, retiraron un poco la losa de la entrada, Zsuzsanna se escabulló con un paño y un par de prendas y bajó al arroyo para lavarse y limpiar la ropa que llevaba. Estaba convencida de que volvería a la cueva a tiempo, antes de que volvieran a taparla. El cielo había ennegrecido, no brillaban ni la luna ni las estrellas. Era tan cerrada la noche que le sobrevino miedo. No podía ser vista, aunque ella apenas veía poco más que nada. En cuanto se hubo desvestido, algo se le echó encima, como si del infierno se hubieran librado todos los demonios: la agarraron con fuerza bestial por brazos y piernas y la arrastraron hasta un claro en la hierba. No eran demonios, eran hombres poseídos del vicio, a Zsuzsanna no se le escapó qué perseguían. No podía gritar, algo le aprisionaba la boca; de todos modos tampoco hubiera tenido mucho sentido hacerlo. Como añadido a sus escozores, un primero la penetró con brutalidad, y los demás detrás de él. Debilitada, rota, con los brazos extendidos como nuestro Señor Jesucristo en la cruz, rezaba una oración tras otra, suplicando que aquellos tormentos llegaran a su fin. Cuando desistieron y volvió a tener libres los brazos, le clavaron algo de tamaño mayor en el cuerpo, como un relámpago dañino y punzante que la hizo expirar.
Por la mañana se percató el abuelo Czuczor de que su hija no se encontraba con ellos. No lograba entender cómo se había alejado del escondrijo. Ni dos hombres bien fornidos habrían podido mover a un costado la losa de piedra.
- Ha escapado durante la noche, - dijo Cornelius - cuando han apartado la piedra.
- Cómo? Pero está esa en su sano juicio? Por qué no me has dicho nada?
- Pensaba que también lo habíais visto!
Que Dios se apiade de nosotros, pensó el abuelo Czuczor, tendré que ir a buscarla. Con un gesto terminante llamó a un viejo campesino a la entrada de la cueva. Éste dudaba:
- Si salís de día os colgarán!
- Poco me importa mi vida ya... Venid y ayudadme, rápido!
Y en cuanto la brecha fue lo suficientemente ancha, el abuelo Czuczor se deslizó por la abertura y salió a la luz. Se dio la vuelta y gritó hacia la oscuridad: «Cuidad del niño!»
Fue la última vez que lo vio.

En previsión, Jóska Telegdi había dispuesto a una docena de centinelas en varios puestos de observación, tres de los cuales señalaron al unísono que alguien se acercaba por el camino de la montaña. No apartaron el ojo de aquel viejo vestido con sencillez, que calzaba unas botas de fieltro y llevaba una cimitarra; al andar el viento infló sus cabellos desgreñados, lo que junto con la barba le daba apariencia de ir tocado con un turbante. Aguardaron hasta que estuvo a tiro de piedra y entonces, con una orden seca lo detuvieron y obligaron a entregar las armas. Se resistió, desenvainó el curvado sable y defendióse con gallardía hasta que, sangrando por varias heridas, lo redujeron quienes tenían superioridad numérica. Pese a ello, aún pudo dirigirse por su propio pie, cojeando, hasta el lugar donde estaba el campamento; Farkas Balassi lo interrogó. Puesto que no obtuvieron de él las informaciones esperadas, Balassi ordenó que sometieran a aquel obstinado hombre a una más dolorosa inquisición. Sin resultado alguno: el viejo rindió la vida durante las torturas.
Un vigía atento se percató de que en lo alto del monte pelado serpenteaba contínuamente una fina columna de humo. Informó a Telegdi, que intuyó que aquellas rocas tapaban el acceso a una cueva. Mandó una guarnición de su gente hacia allí para que hicieran una batida y así encontrar la entrada. En la cueva, los azorados aldeanos oyeron pasos sobre sus cabezas y aguzaron el oído conteniendo la respiración.
A Farkas Balassi se le acabó la paciencia, quería continuar su marcha. Pero Telegdi le pidió permiso para un último intento. Mandó trasladar el menor de los dos cañones que tenían al recodo del camino y dio instrucciones al artillero para que apuntara a la roca más elevada de la cumbre.
- Por qué demonios tenemos que disparar contra piedras? - perguntó el artillero.
- Porque yo lo mando - repuso Jóska Telegdi.
Asentaron el afuste, limpiaron y cargaron el cañón y: buum!
El primer proyectil pasó por encima del blanco. Movieron un par de pulgadas la boca de fuego, pero entonces la trayectoria del disparo quedó corta y la bala cayó en el claro frente al cual encontrábase la entrada a la vieja cueva.
- María santísima - gritó dentro una de las mozas - , no estarán apuntando hacia nosotros, verdad?
El tercer disparo dio de pleno en la roca más alta; la bóveda de piedra se agrietó por diversos lugares y cedió. Un descomunal estruendo se encargó de tragar cualquier otro ruido. Cornelius se lanzó al suelo, el techo reventó sobre su cabeza, y también se desplomó la losa triangular que franqueaba el acceso a la gruta; por unos instantes entró una ardiente claridad y después cayeron las tinieblas.
Los hombres de Farkas Balassi subieron de inmediato y entraron en la cueva, que ahora semejaba un caldero destapado. Una nube de polvo impenetrable se había formado sobre los escombros. Tropezaban con cadáveres y fardos llenos de trastos. Después de presentar a Farkas Balassi todo lo que revolvieron y hallaron , le bramó este a su teniente Telegdi: «Para esto malgastamos la preciada pólvora! Para nada, para nada de nada!».
Con la marcha de la tropa la tranquilidad volvió a esos parajes. A mediodía empezaron a caer gotas gordas, pero la nube de polvo seguía llenando el caldero. Desde abajo, la montaña debía de mostrar tal aspecto que pudiera decirse que se trataba de una pipa humeante. Ahora no sólo era el pueblo, sino también los alrededores de Kos los que estaban abandonados y huérfanos. Incluso la salvajina y los pájaros se habían batido en retirada. Suavemente repicaban las gotas sobre las rocas, licuaban la sangre seca hasta darle un color rosáceo. Al poco tiempo llegó la vanguardia de los Kurucz. Desde la lejanía habían divisado las columnas de humo y tenido la sospecha de que en la montaña habían acampado los Labancz. Pero los hombres de la avanzadilla informaron de que allí no había un alma con vida. La tropa siguió su camino hacia poniente.
Cornelius volvió en sí a la mañana del tercer día; se sentía tan pesado como el plomo, le parecía que tenía el cuerpo quebrado por varias partes. Volvió a perder la consciencia. Con el sereno avivósele de nuevo el espíritu; tiritando logró tomar de asiento. No podía mover las piernas, las tenía aprisionadas bajo un pesado bloque de piedra. Sobre él resplandecía un plácido cielo estrellado, en su cabeza se arremolinaban mezcladas vagas series de imágenes. Consiguió recordar que había acontecido alguna fatalidad, pero no podía evocar cuál. Adónde habían ido los demás? Al principio pidió ayuda tímidamente, después a voz en cuello. Solo retornaba el eco de sus gritos. Intentó sacar las piernas de debajo de la roca, pero le recorrió el cuerpo un dolor tan inhumano que dejóle sin respiración. Pasó la noche tembleteando, entre lamentos de impotencia. Entendió que a su madre y al abuelo les había sucedido alguna horrible desgracia; de lo contrario habrían acudido a socorrerle. Cornelius suplicó a Dios que atendiera a sus plegarias y le liberase de ese cautiverio, y también que se hiciera presto de día, pues temía la oscuridad.
Cuando se alzó la mañana, algo se acercó por el camino del bosque. Cornelius decidió que sería mejor no moverse fuera quien fuese el que venía. Sentía en los miembros un dolor insoportable. Volvió a cerrar los ojos. Al cabo de un instante se alzó de golpe. Algo húmedo y caliente le acariciaba la cara. Hocico peludo, dientes fuertes, lengua oscura... chilló preso del miedo.
- Vuelve aquí, Málé! - dijo con tono amenazante un voz de hombre.
El animal trotó dócil hasta su amo. Era un perro, uno de esos lanudos de raza húngara. Cornelius contó tres hombres. Uno de ellos hurgaba con la punta de su alabarda entre las ropas que había esparcidas por la cueva, ahora desprovista de techo. Los otros dos charlaban. El niño gritó de dolor. Los hombres fueron rápidamente a coger las armas y entonces se percataron de la situación.
- Este zagal sigue con vida - dijo uno.
- Sí, pero no puedo moverme... - Fue casi un sollozo lo que brotó de sus labios. Tuvo que repetirlo varias veces para que le entendieran.
- Zsiga, ven rápido! - llamaron al tercer compañero y se apoyaron con fuerza contra la roca hasta que la retiraron de encima del cuerpo de Cornelius.
- Virgen santa! - suspiró el tal Zsiga cuando vio cuán maltrecha estaba la parte inferior del cuerpo del crío. «Pobre diablo, no vivirá para ver anochecer», pensó- . Démosle algo de beber! - Se agachó a su lado, abrió una cantimplora forrada de piel y presionó la abertura contra los labios de Cornelius. Un vino agrio y aguado resbaló por los costados de la barbilla del niño.
- Cómo te llamas?
- Cornel, Cornelius Csillag.
- Tus padres?
Cornelius explicó lo que sabía e intentó averiguar qué les había ocurrido a su madre y su abuelo. Era capaz de describir su aspecto aproximado. Los tres hombres murmuraron algo incomprensible.
- Volverán pronto - le tranquilizó Zsiga - . No debes tener miedo, hasta entonces cuidaremos de ti. Tienes hambre?
Cornelius asintió. El que era más fornido - le llamaban Mikhal- se levantó con cuidado. Cornelius emitió un alarido atronador. En ese instante se dio cuenta de que tenía las piernas retorcidas, los calzones turcos que Zsuzsanna le había puesto en casa estaban hechos trizas y se le pegaban a la piel ensangrentada. El infante, sobrecogido por el pesar y la desesperación, rompió a llorar entre espasmos y bocanadas para coger aire. Mientras el hombre lo llevaba a hombros, Cornelius vio una pierna que asomaba debajo de unas piedras. Era el viejo campesino, que yacía donde antes había estado la entrada de la cueva; una roca le había partido el cráneo, cuyo contenido se había desparramado.
Mikhal encendió un fuego en el claro, el tercero - Palkó- desplumó un pájaro, casi tan grande como la mano de un hombre fuerte; tiraba las plumas al fuego y aquel mal olor hormigueaba en la nariz de Cornelius. No se atrevía a preguntar nada. Con miedo y curiosidad se palpó las piernas. Por encima de la rodilla derecha notó un objeto afilado que le había penetrado en el muslo, lo arrancó y del dolor se le paró el corazón. Volvió a desmayarse. Hacia la caída de la noche recuperó los sentidos.
Zsiga le volvió a dar de beber y después le dio a comer carne cortada en pequeños pedazos. «Carne de palomino, te devolverá las fuerzas, ya verás», aunque ni él creía en lo que decía. Pero Cornelius depositó en esa promesa todas las esperanzas de que era capaz su infantil espíritu. Una vez se le hubo apaciguado el hambre, intentó sentarse, pero Zsiga lo retuvo estirado:
- Déjanos vendarte las heridas primero, Palkó ha sido médico de campaña, es muy versado en heridas.
- Deberíamos hablar de una vez sobre lo que queremos hacer - le exhortó Mikhal.
Hacía un día y medio que los tres se habían separado de su compañía, cuando alguien había ahuyentado a tiros sus caballos. Bajando al valle pudieron escapar del tumulto de la batalla y salvar la vida. Cuando cayó la noche buscaron cobijo en una bodega abandonada. Allí se les había sumado el perro sin amo, al que Palkó - en memoria del perro guardián que tenía en casa- llamaba Málé. Por la mañana el susodicho Zsiga había partido en busca de algo que llevarse a la boca. Casi cayó en manos de los hombres de Farkas Balassi. Se apresuró a volver a la bodega. «No sé a ciencia cierta dónde están, pero si somos sagaces podemos apoderarnos de sus caballos.»
Se arrastraron hasta el borde de la hondonada y vieron que la tropa marchaba incauta, lo que les envalentonó a pasar a la acción. Aguardaron a que el grueso de la guarnición hubiera pasado, con la esperanza de que quedara atrás algún rezagado. De hecho había un grupo de cuatro descolgados sobre los que se lanzaron al unísono, los derribaron y redujeron. De este modo consiguieron cuatro caballos y también armas, vestimentas y todo lo que contenían las alforjas. Lo más valioso del botín, empero, era un sable toledano, que le tocó en gracia a Palkó. Mikhal se procuró unas botas de piel de cordobán, que había llevado el primer soldado, seguramente un noble. En la bolsa de éste hallaron un reloj en forma de huevo, que fue lo que Zsiga se quedó. Creía que era de plata. No pudo poner en marcha aquel ingenio, pero si algún día, Dios mediante, conseguía volver a su casa de Somogy, su hermano, que era un prodigio de saberes, sabría arreglarlo. El reloj marcaba el día, el mes y también el año: se había parado poco después de las doce del 9 de octubre de 1683.
Palkó era del parecer que sería mejor quedarse en aquel pueblo abandonado hasta tener noticias del estado de la batalla. Podría resultarles pernicioso, sobre todo si los Kurucz los capturaban, pues no eran amigos de tener prisioneros y preferían los juicios rápidos. Además, de los mercenarios que también rondaban por los alrededores no era de esperar mayor clemencia. Mikhal abogó por confiarse a la gracia de Dios y partir de inmediato, ya que como más tarde se reunieran con los suyos, mayor sería la sospecha de que habían huído a las primeras de cambio en cuanto se había presentado el peligro. Zsiga dio una chupada a su pipa vacía y le dio los huesos del palomino a Málé. Ninguna de las dos propuestas le convencía.
- Esperemos, mañana será otro día.
- Con el niño habrá que hacer algo, no?
- Sigue con vida?
Palkó había cortado con su cuchillo el calzón de Cornelius y con una de las camisas robadas había hecho hilas con las que envolvió sus magulladas piernas.
- Me extrañaría que volviese a andar.
En sueños, Cornelius se había visto perseguido por figuras embozadas en negros mantos que finalmente lo habían tirado a un pozo muy estrecho. Despertó sobresaltado y tuvo la sensación de tener ambas piernas aprisionadas en la boca del pozo. Tocóselas y notó el grueso vendaje, y entonces por primera vez le pasó por la cabeza que nunca más volvería a andar. Dos de los tres hombres dormían el sueño de los justos junto a las brasas del fuego ya extinguido, el tercero acariciaba a Málé, el perro, y hablaba con él como si fuera un ser dotado de raciocinio.
Cornelius cerró los ojos. «Abuelo, acudid! También tú, mamá! Volved! No quiero estar solo!», sollozaba en voz baja. Llorando le entró el sueño. Pronto volvió a verse perseguido, ahora también le disparaban.
Al alba apareció en la explanada una expedición de Labancz a la busca de un lugar para acampar. Como los otros tres, también se habían separado de su unidad. Aún no habían desmontado cuando los hombres de Zsiga, espantados, dispararon a ciegas contra ellos. Y ni los unos sabían quién les disparaba ni los otros de dónde venía el fuego enemigo. Los recién llegados, que eran mayoría, persiguieron a los tres fugitivos colina abajo, hacia el valle.
El disco solar estaba en lo más alto cuando Cornelius despertó. No se veía por ninguna parte a los tres hombres. Solo se habían llevado los caballos, el resto permanecía allí, también el perro. Cornelius estuvo un buen rato escuchando cómo le latía el corazón, después empezó a dar voces. Si nadie venía, moriría de hambre allí mismo. Estaba completamente exhausto, la pequeña llama de la consciencia íbasele debilitando. Habían pasado días o tan solo unas horas? De vez en cuando el perro, que gimoteaba, le lamía la cara y le hacía volver en sí.
El día que siguió a la jornada en que lo dejaron abandonado, Cornelius logró erguirse apoyándose en el perro, que no se apartaba de su lado. Con un brazo en derredor del fuerte cuello del can y la pierna menos magullada como soporte, pudo arrastrase hasta los zurrones de los que habían huido. No encontró nada comestible, pero sí el reloj ovalado, que le gustó. Se lo quedó. Tras una larga pausa para descansar logró llegar del mismo modo a la entrada de la cueva. Lo que allí vio nunca se le borró de la memoria. Las aves carroñeras rendían cuenta de los cadáveres. Podía notar el hedor de la muerte incluso tapándose la nariz. Como bien pudo, empezó a rebuscar entre los cascotes el diario del abuelo; no lo halló, debía de estar sepultado.
Con la ayuda del perro volvió al calvero. A sendos lados, los arbustos y las flores ya se habían vestido con sus mejores galas. Del hambre que arrastraba, Cornelius apenas podía ver más allá de sus manos. Logró acercarse a la rama vencida por el peso de una acacia y se erguió todo lo que pudo para llevarse a la boca sus flores. Los pétalos que mascaba eran, para su sorpresa, dulces y refrescantes. Incluso halló fresas silvestres. Aún estaban ásperas, pero las pudo comer.
Cuando el rocío de la noche empezó a depositarse en el claro, se revolvió tiritando en la hierba. Se despojó de la ropa, que estaba sucia y se puso algunas de las prendas que los hombres se habían dejado en los zurrones. Lo que no se atrevió a tocar fueron los vendajes de las piernas, empapados en sangre.
El tercer día logró andar buena parte del camino. Retorciéndose y conduciéndose con dificultad llegó al primer lagar de la pendiente, que estaba completamente calcinado. Entre las cenizas y los restos dio con dos ampollas que seguían intactas. Cornelius, al que no sólo atormentaba el hambre, sino también una sed terrible, se abalanzó sobre ellas. Pero no pudo abrirlas. También halló dos patatas viejas, que devoró crudas. Encajó uno de los recipientes entre dos piedras y logró romper el cuello: una parte del vino se perdió, pero se atizó el resto en dos tragos. En seguida quedó ebrio y ya no tuvo más frío. A lo mejor... salgo vivo de esta.
Más tarde, en cuanto el dolor se le hizo soportable, siguió otro trecho del camino. En las granjas de los alrededores se afanó todo aquello que consideró comestible. Las más de las cabañas eran bodegas. Como no encontró nada más que botellas, también se las llevó. Al principio aquella bebida extraña le causó náuseas, pero acabó acostumbrándose. El alcohol le ayudó a pasar las frías noches. El cabello le crecía y se le enredaba en greñas como el pelaje de Málé. Conforme el estado de Cornelius mejoraba, empeoraba el del perro: no había encontrado nada con que apaciguar el apetito. No obstante, del líquido que había en las bodegas también Málé sacó provecho. Tras los recelos iniciales acabó lamiendo, a veces en exceso, aquel caldo de sarmientos, hasta tal punto que apenas se sostenía en pie y la mirada se le perdía, para regocijo de Cornelius. Por la noche roncaba casi tan fuerte como el abuelo; al niño le gustaron esos ruidos familiares.
Mientras había convivido entre personas, Cornelius había amasado un vocabulario sorprendentemente selecto para su edad. Con la soledad, empero, se desacostumbró del habla. Cuando daba órdenes a Málé, los sonidos que emitía semejaban más los del perro que a los del lenguaje de los humanos.
Más tarde aprendió a pescar albures en el arroyo: se tumbaba de bruces en la orilla, metiendo el antebrazo en el lugar donde acudían los peces cuando daba el sol, y aguardaba remojándose con el agua fresca, al acecho. Cuando se acercaba alguno de aquellos pececillos plateados, lo acompañaba cuidadoso por debajo, con la mano abierta, y empezaba a cerrar los dedos lentamente. Mejoró el método hasta hacerlo casi imperceptible, y fue entonces cuando empezó a sacar los peces a la superfície. Esperaba a que el animal coleara hasta morir y entonces se lo comía con sonoros mordiscos. Las espinas y las escamas las escupía después al arroyo.
Así vivía, apenas diferenciándose su existencia de la de los animales salvajes. Entretanto, ya se podía sostener sobre las piernas, que se habían desarrollado retorcidas, curvadas y unidas entre sí, e incluso desplazarse en caso de emergencia, aunque más bien parecía un perro vagabundo de tres patas.
A Málé le sangraba a menudo del hocico, los dientes cada vez le bailaban más, los iba perdiendo. Bajo el pelaje, en la piel, formábansele úlceras, en las heridas amontonábanse los parásitos. Una mañana ya no pudo sostenerse. Cornelius lo llamó, intentaba atraerlo con dulzura: «Mále, guau-guau! Venga, acércate, guau-guau!».
El animal estaba en el suelo, descansando la cabeza sobre las patas. Quería estar solo. Cornelius no le entendió. Lo acariciaba, lo sacudía, le hablaba con cariño.
En la aldea florecieron los arbustos de lila, que se desparramaban sobre el camino; quizás nunca antes habían construido tal tupida bóveda más allá de las cercas. Por las noches no refrescaba tanto. Cornelius ya no tenía necesidad de los alentadores brebajes para no pasar frío. El sol estaba en el punto meridiano, la encendida cúpula celeste cubría el paisaje de confín a confín. Solo faltaban las campanas de mediodía y las voces de la gente. La lengua de Málé colgaba seca de su desdentado morro. Cornelius observó los ojos entrecerrados del animal y concibió el vago temor de que algo aún peor le podía acontecer a él. Cogió aire y aulló como un perro, en la convición infantil de que de ese modo estaría a salvo de la desgracia.
De repente el cielo empezó a oscurecer, a pesar de que era mediodía. El crío seguía aullando como un animal herido de muerte. Sentía la catástrofe acercándose, intuyó que algo aún más grave que los anteriores infortunios se cernía sobre ellos y que quizás la llama de sus vidas terminaría apagándose, como les había sucedido a su madre, al abuelo y a todas las almas de este mundo. En ningún rincón podría hallar la salvación aquel perro desvalido, Cornelius tampoco vería ningún nuevo amanecer. Se tumbó boca arriba y unió las manos en plegaria, pero no pudo pronunciar las palabras que en sueños aún era capaz de recitar. De su garganta solo brotó un bramido desesperado.
En el orbe, que seguía ennegreciéndose rápidamente, el sol se transformó en una encantada bola de luz que se fue ocultando tras una esfera negra. Rayos de luz azulada claváronse como diminutas lanzas en los ojos de la criatura, que los cerró con fatiga igual que su compañero canino. Es el fin, pensaron entrambos. Tras los párpados de Cornelius aparecieron aros de fuego, y después un crepúsculo de imágenes arcaicas, nunca vistas antes por él pero que no obstante se le antojaban familiares. Si hubiera tenido suficiente tiempo, sin duda podría haber descifrado su significado, pero la insondable nada acabó por imponerse.

*

Tras lavarse las manos, el profesor de medicina se acarició su ensortijada barba y pronunció el dictamen: «El final se acerca!».
La noble señora Sternovszky hundió la cara en un pañuelo de puntilla. «Qué será de nosotros si...», y no acabó la frase. Su hermana menor la tomó con fuerza entre sus brazos, como si temiera que la afligida dama fuera a romperse.
Se liberó del abrazo:
- Decidme entonces, doctor, cuánto tiempo le queda?
- Es comprometido decirlo, pero... cierto es que no mucho.
- Aún así, es cuestión de días?
- Días... horas... Quién sabe? Volveré al anochecer.
Tomó el sombrero y marchó. En el vestíbulo, donde había todo género de vasijas con ramos de flores que las visitas habían traído al enfermo, la criada le entregó los honorarios en un sobre color crema. Un aroma punzante reinaba en la estancia.
El moribundo respiraba con dificultad. La laceración no quería sanar. Tampoco habían sido de auxilio los amarillos polvos antisépticos con que el médico lo había tratado. No tenía sentido aplicarle una compresa, pero el galeno le había puesto una a persuasión de los parientes. Mejor era que no viesen la herida. La cuchilla se había clavado entre las costillas y la clavícula, tan fatalmente que había atravesado el pulmón hasta penetrar en la cavidad del corazón. Allí terminaban las ciencias médicas, la resolución estaba solo en manos de los poderes celestiales.
La noble señora Sternovszky volvió al aposento de su marido y se inclinó sobre la cama:
- Tenéis sed, esposo mío? No os apetecería una limonada fresca? Envío a la sirvienta a buscar una?
Con expresión de rechazo, negó con la cabeza.
- Y no querríais comer nada? Una sopa ligera, quizás?
Declinó la oferta de nuevo.
- Tenéis alguna otra apetencia?
Aquel hombre magrecido hasta los huesos dibujó una sonrisa esforzada: «Nada, os lo agradezco». Y cerró los ojos. Había que dejarlo a solas en su lucha con la muerte. No hay esperanza. Si aquella fatalidad no fuera debida a su propia estupidez, le resultaría mucho menos difícil aceptar su destino. Qué sería de su vidriería cuando entregara su alma al Creador? Tendría su esposa fuerzas para mantener el negocio y prosperar? A oídos suyos había llegado que los hornos estaban parados, lo que le intranquilizaba. No hay que apagar los fuegos ni aunque esté agonizando! Pero el responsable del taller, Imre Farkas hijo, quien debería estar al cuidado de la factoría, se encontraba encadenado en una mazmorra por haber llegado a las manos justo con él, el patrón. Desde buen principio este Farkas se había mostrado como un sujeto colérico e imprevisible, de boca grande y largo de manos.
Soltó un suspiro atormentado. Su esposa intentó de nuevo averiguar qué deseaba. Ahora no la podía echar de la habitación. Como cónyuge tenía el derecho de estar presente cuando... Se esforzó por saber qué día señalaba el calendario. Era el veinte o el veintiuno de marzo? Había perdido la noción del tiempo. Hasta entonces había retenido en la memoria los años y las estaciones, las semanas e incluso los días y las horas. Podía sorprender a esposa e hijos relatando cómo, por ejemplo, el 19 de enero de 1738 había caído tal cantidad de nieve en Felvincz que hasta el 28 fue imposible abrir la puerta de casa.
En los círculos íntimos le gustaba contar hasta el más mínimo detalle los acontecimientos de su vida, sobre todo las cosas buenas, como su boda, el nacimiento de los hijos, la inauguración de la vidriería, las riquezas que honorable e industriosamente había reunido, y también de su elección como miembro del concejo. Todo lo que le había sucedido en épocas anteriores, trataba de olvidarlo. Por desgracia, el don del olvido no le había sido concedido. Una vez había leído en una crónica tusca que, en la frontera con el Hades, fluía el Leteo con el agua del olvido, mientras que en el cálido cauce del Eunoe, que nacía del mismo manantial, discurría el agua del recuerdo. Siendo un niño de pecho, lo debían de haber remojado en el segundo, aunque de ello nunca había conseguido acordarse.
Las fuerzas lo habían abandonado definitivamente; no podía ni sentarse. Y lo que más deseaba era poder escribir en su diario todo lo que en esos tristes días le pasaba por la cabeza. Habríale gustado legarlo a su esposa y sus tres hijos como provisión para el resto de sus vidas. Desde que se había hecho mayor, pocas noches se había acostado sin traer la anotación diaria en su infolio de origen italiano, extraordinariamente grueso y compuesto por dobles pliegos cuyo papel, en principio, había estado destinado a una edición de la Biblia. Lo habían encuadernado en una famosa imprenta. Cornelius siempre había escrito en él con la más debida de las veneraciones. En el caso de que sus descendientes quisieran saber cómo había vivido durante el tiempo que le había sido asignado en este mundo, ahí tendrían la oportunidad de leerlo.
Ya estaba incapacitado para dar cuenta de sus últimas horas, de modo que de la Cláusula última: mi finamiento, tan solo quedó el título. Por fortuna, el año anterior había redactado su última voluntad, que guardaba con triple sello en una cajita de estaño, para que fuera entregada a sus herederos tras su muerte. También había traído el texto en el diario.
Sopesó sus disposiciones cientos, miles de veces, pero aún lo asaltaban las dudas. Has obrado bien legándole a Bálint la vidriería? Al mozo le falta quizás la seriedad necesaria para dirigir a veinte trabajadores, calcular la producción semanal y mensual, negociar con los comerciantes y los señores, de quienes dependen los encargos más provechosos. Aunque con el tiempo... sí, el tiempo es el mejor maestro.
Físicamente, Bálint no se asemejaba en nada a su padre. Cornelius Sternovszky (Csillag) era bajo, y sus miembros parecían más delgados de lo que debieran. Tenía piernas de tullido, pero sabía mover los pies con tal destreza que los que no estaban familiarizados con él apenas percibían su incapacidad. Podía beber y comer tanto como gustara y nunca se le notó una panza considerable; también en el rostro había conservado una figura magra y alargada. En su cuerpo apenas se veían las taras físicas; tan solo el cabello que le cubría el hueso frontal, de curvatura exagerada, era algo ralo, y tampoco había encanecido en exceso. La barba crecía débilmente y nunca llegó a ser tupida como la de un hombre, Cornelius más bien parecía un rapagón. Lo molesto de esta deficiencia le había acompañado siempre.
Ah, cómo le hubiera gustado seguir viviendo! Si tan solo pudiera oír por vez última el zumbido de los hornos de fundición al calentarse, el crepitar de leños resecos prendiéndose, ver de nuevo cómo empezaban la jornada las benditas ascuas a las que se debían los tan preciados productos, por su limpidez y resistencia, que salían del taller. De éste provenían incluso los vidrios de ojo de buey que había en las ventanas de su propia casa, lo que con orgullo gustaba de recordar a los invitados. Ahora observaba atribulado cómo los rociaba el astro rey con sus rayos. Han nacido en el seno del fuego y dispensan imperturbablemente su provisión de calor: en invierno se ocupan de que los aposentos se mantengan calientes, y en verano dejan que los traspase la luz pero no la calina.
Mientras todo esto pensaba, no se apercibió de que Bálint había entrado y habíase arrodillado ante la cama. Su rostro delataba inquieta devoción. También él sabía que no faltaba mucho... Las lágrimas fluyeron de los ojos del moribundo. El buen Dios nos asistirá. Se acordó del abuelo Czuczor: era en Bálint en quien se reflejaban más sus rasgos; es ya un gigantón rebosante de energía y eso que está aún en edad de crecer. Lo único que el primogénito conservaba de su padre era la capacidad sobrenatural de recordar. Podía repetir sin equivocarse cualquier discurso que hubiera oído o leído, ni que fuera una sola vez, y nunca más podría olvidarlo. Pero el mozo no contaba a este don entre los que más lo satisfacían. Había otros que le habían tocado en suerte y lo colmaban de mayor contento. En primer lugar, y por encima de cualquier otro, el poder destacarse de sus compañeros en la escuela por la facilidad desacostumbrada con que cantaba y bailaba. En cuanto la música se filtraba por sus oídos, se apoderaba de todo su ser y se transportaba al instante a sus pies, de modo que el derecho empezaba a marcar el ritmo inmediatamente. Cuán alocada será su noche de bodas, danzará hasta el alba haciendo girar hasta la extenuación a la novia, que a su lado parecerá sin duda el más frágil de los objetos. Qué lástima que yo nunca pueda llegar a ver la cara de esa muchacha, algo para lo que no deben de faltar más de dos años: en menos de dos meses Bálint cumplirá los diecisiete.

Mi última voluntad:
Hice lo que pude, no fuéme otorgado el don de hacerlo mejor.
Mi esposa, la señora Cornelius Sternovszky, nacida Janka Windisch, quede en possessión de la vidriería, las pertenencias de la famila, las tierras, los caballos y la casa en Felvincz, así de como los dominios forestales más adelante señalados, y le pido se gobiernen del modo en que aquí se determina: sea que crezcan y nunca disminuyan. Assimismo, pídole cuide de mis bienes terrenales mientras siga yo a su lado.
Mi primogénito, Bálint Sternovszky, reciba la herencia quando entre en su vigésimo primer año de vida. Para él serán la vidriería y los bosques censados en los capítulos del uno al siete. También mi diario y demás escritos le serán traspassados junto con lo arriba dispuesto.
El segundo de mis hijos, Zoltán Sternovszky, quando cumpla los veintiún años, hágase cargo de las tierras y caballos de la familia, siempre y quando esté dispuesto a administrarlos personalmente.
En caso contrario, pasen esos bienes al menor de mis hijos, Kálmán Sternovszky, y que además reciba los bosques censados en los capítulos del 8 al 12, así como también la parte de mi propriedad de las minas de Torda. Si insistiere en preferir la administración de las tierras y los caballos de la familia, pónganse la parte de las minas y los terrenos forestales del 8 al 12 en manos de su hermano Zoltán.
En possessión irrevocable de mi esposa queden la casa en Felvincz y los bienes muebles que a ella pertenecen, incluida la vajilla de oro y plata, las joyas, y los objetos de valor, assí como una fortuna de 12000 florentinos, de cuya razón de custodia ya ha sido informada.
Escrito he mi voluntad sin coacción alguna y en pleno uso de mis facultades.

Si me hubiera desposado con anterioridad, podría ahora alegrarme por los hijos de mis hijos. Lo revuelto de su juventud no le ofreció otra alternativa. Toda su infancia se había desarrollado en un continuo peligro de muerte. Como mínimo en tres ocasiones debió dar gracias a la divina providencia por haberle socorrido. La tercera vez, cuando enfermó de peste, incluso lo enviaron en un carro renqueante al camposanto y lo tiraron a la fosa común. Hacía un frío penetrante que lo enertó, y sin embargo de un modo u otro su cuerpo encontró el camino de vuelta a la vida. Hubo de escapar a otros territorios donde no supieran que era un apestado, pues lo habrían matado a golpes.
Su vida real empezó de la nada. Hasta el decimocuarto año de su existencia nadie habría dado ni un cuarto de vino por él. Los gitanos lo adoptaron y con ellos erró. Volvió a encontrarse con salteadores de caminos que malvivían en los bosques. Trabajó para carboneros por un poco de comida y alojamiento. Pero en su interior alimentaba la creencia de que llegarían tiempos en que podría demostrar sus capacidades. Su vida era un camino de sufrimientos y vilipendios, no podía olvidar - tenía una memoria prodigiosa- ni el más ínfimo detalle. Pero con la ayuda de Dios, la fortuna dio un vuelco a su sino.
Como mozo de cuadra llegó a las fincas del general Onczay, a quien nada placía tanto como las carreras de caballos. Éste se fijó en el solícito rapaz al comprobar su dominio de la lengua alemana. Le brindó la oportunidad de demostrar sus capacidades y pasó a servir de palafrenero y más adelante de picador. Y puesto que Cornelius era un joven ligero y de piernas arqueadas, el señor acabó por dejarle competir en las carreras.
En las competiciones que organizaba el general, Cornelius, que a partir de entonces pasó a llamarse Cornel, montaba a Arabella, y no hubo oponente alguno que pudiera vencerlos. El amo se los llevó a Austria e incluso a las islas británicas, donde una vez acabó segundo, y tercero en otra ocasión. Pronto se interesaron por el pequeño jinete otros nobles, pero éste se mantuvo fiel a su patrón. Como prueba de afecto y agradecimiento por los servicios prestados, el general le regaló uno de sus tres criaderos de caballos, el que estaba situado en la meseta de Gálocz. Era conocido con el nombre de la puszta Sternovszky.*
Cornel multiplicó el número de cabalgaduras del criadero al mismo ritmo constante con que también crecía su valor. Nadie sabía sopesar como él las prestaciones de que sería capaz un potro, si es que le fuera posible dedicarse a la cría con sus mismas experiencia y sensibilidad. En los yermos terrenos de la propiedad cultivó alvena y mielga, como había visto en Inglaterra, y vendía los sobrantes a otros criaderos a cambio de buenos dineros. Al cabo del tiempo adoptó como apellido el nombre del lugar donde desarrolló su negocio: Sternovszky.
El general fue envejeciendo hasta convertirse en un patriarca de barba alba. Hasta el día de su muerte trató a Cornel como compañero de igual rango. Cuando éste cumplió los veintiuno, lo convocó a su castillo. Se sentaron cara a cara en una terraza, frente a un vaso de vino. El general no se regaló en prolegómenos y fue directo a la cuestión:
- Hijo mío, decidme, cómo es vuestro trato con las mujeres? Habéis pensado en contraer esponsales?
Cornel se ruborizó:
- No... todavía.
- Pues va ya siendo hora de sentar cabeza. Tenéis propiedades y una sólida reputación. No os falta de nada para fundar una familia. Sin una fiel esposa llevaréis una vida infecunda, sin duda alguna.
En este terreno Cornel carecía de toda experiencia. Durante toda su vida se había avergonzado de sus piernas de tullido, y no entraba en su magín el desprenderse de los calzones en presencia de otros seres humanos. Sin embargo, como era natural, las tentaciones carnales lo visitaban e inquietaban a menudo. Solía acontecer al alba, cuando su atributo se enhestaba, y le bastaba con tumbarse sobre el vientre para facilitar la polución; a veces también le ocurría con el vibrante roce de la silla de montar. No había conocido mujer. Solo en una ocasión, durante su estancia en el reino de los ingleses, hizo llamar a una ramera, pero antes de que nada llegara a suceder, ordenó que volviera a vestirse y envió norabuena a la indignada mujerona no sin antes recuperar la mitad de lo pagado. Apenas se relacionaba, aunque a decir verdad en su meseta pocas oportunidades había para hacerlo. Abajo en la ciudad, empero, tratábanlo como a uno más, aunque después la gente se burlase de él a sus espaldas por el modo rotundo en que pronunciaba las erres, a la alemana.
En cuanto se ofreció otra ocasión, el general Onczay le propuso como esposa a una de sus sobrinas, a la que acompañaría una considerable dote. Cornel, que confiaba ciegamente en su mentor, vio con claridad que no podía rechazar esa gracia.
- Cúando deseáis que os presente a la doncella?
- No será menester. Si mi señor y benefactor así lo conviene, no puedo más que dar mi aprobación.
Ese mismo año se celebraron las nupcias. El general ofició como testigo, y Janka Windisch fue del agrado de Cornel, sobre todo por lo pálido de su piel y por sus cabellos del color del cáñamo, tupidamente trenzados.
Los Windisch - una noble familia austríaca- se habían emparentado con los Onczay unos cien años atrás, a través de un enlace que por entonces no fue muy bien recibido por ninguna de sendas partes. El hecho de que Sternovszky fuera el pretendiente se recibió tan solo con un ligero disgusto, pues la recomendación del general resultó decisiva. El viaje de bodas llevó a la pareja hacia el sur, a la residencia familiar cercana a la ciudad de Trieste, a orillas del Adriático. Pasaron días agitados traqueando en una carroza hasta que llegaron, completamente exhaustos, a su destino, un señorío en lo alto de una colina. Desde casi todos los puntos de la finca se podía ver el mar. Tanto sorprendió a Cornel observar semejantes masas de agua que pasó la primera noche contemplándolas en una logia abovedada, echado en una cama turca. En balde le esperó la recién desposada. La noche del día siguiente, Janka Windisch llevó a su marido de la mano a la alcoba, hasta el lecho conyugal, al que cubría un baldaquino que reposaba sobre cuatro columnas. Con algo de torpeza, Cornel se detuvo y observó la chimenea en que llameaban leños del tamaño de un muslo humano. Janka le dio la espalda, se quitó las prendas exteriores y a continuación las interiores. La parte trasera de su cuerpo quedó al descubierto, iluminada por el fulgor vacilante del fuego; a Cornel le recordó el marfil. Se deslizó entre las sábanas y se tapó con una colcha de puntas venecianas.
- A qué esperáis, querido esposo?
Cornel no se movió. Se hallaba en el cénit del deseo, pero aun así se mostraba renuente a acercarse a su cónyuge:
- Apagad primero la luz!
- Acaso os sentís cohibido?
La pregunta quedó sin respuesta; el propio Cornel bajó la mecha de la lámpara. Pero el mayor escollo lo halló en desprenderse de las regias calzas que vestía, por lo torcido de sus piernas; por ese motivo llevaba, de costumbre, anchos calzones de lino, como los mozos de cuadra. Finalmente rodó al lado de Janka y percibió el agradable frescor del plumón. La avidez ardía en él, pero no tenía la menor idea de cuál era el siguiente paso. Nadie habría sospechado que aquel hombre hecho y derecho estuviera tan verde. Todo lo que su mentor, el general, le había dicho era: «Atinad en lo más importante!»
Janka había recibido de su madre y su tía algunas indicaciones acerca de lo que iba a suceder, que en lo esencial se reducían a dejar al hombre toda iniciativa, aguantar con paciencia y adoptar la posición que más menguase los dolores de la desfloración. Así que aguardó tranquilamente. Pasó un rato. Oía a su marido respirar con dificultad. Hizo acopio de valor y tocó a Cornel en el hombro. Él actuó de la misma manera. Entonces las manos de entrambos pusiéronse en camino, vacilantes, deteniéndose de vez en cuando y al poco reanudando la palpación asombrada de esta o aquella parte del cuerpo: «También te ocurre a ti?». A lo que la zona acariciada respondía estremeciéndose: «Sí! Sigue adelante, explórame!»
La yesca ardió rápidamente, la sangre tamboreó en las venas, cálidos suspiros se entremezclaron, los labios, hasta entonces cerrados, empezaron a emitir sonidos fascinados. Cornel estaba fuera de sí. Y entonces... entonces!
Imágenes, escenas familiares que él creía haber visto alguna vez. Noches de bodas de otras parejas. En la primera figuración, un hombre rollizo se manoseaba nervioso la hebilla del cinturón, adornada con una piedra roja, y Cornel supo de inmediato que tenía ante sí a su padre, que harto hacía que había muerto, en su primera noche con la que no podía ser mas que su madre, una mujer joven con hoyuelos en las mejillas y el pelo crespo. Al parecer, de ella había heredado la sonrisa. A continuación entrevió a un hombre encorvado de ojos y cabellos negros como la noche, sin duda el abuelo. Lo único que había cambiado era el mobiliario, porque la expresión de su rostro y la indecisión se podrían haber confundido con las de su progenitor. Hasta ese momento solo había visto a su abuela en un medallón. Se llamaba Gisela, tras cuya muerte el abuelo encaneció por completo. Pronto aparecieron los bisabuelos, en una efímera cabaña de madera construida entre altísimos montes. En la turbación de sus caras se reflejaba la luz llameante del hogar. Y así continuó todo: tataradeudos y aun los padres y abuelos de éstos, retrocediendo generación tras generación. Cornel quedó sumido en el asombro, aquellas series de imágenes del pasado se habían grabado a fuego en su memoria.
- Os encontráis bien? - preguntó Janka Windisch.
Cornel le sonrió, tranquilizándola, y respondió:
- En mi vida me he sentido más dichoso.
Tenía la ligera intuición de que ya había sufrido un diluvio de imágenes semejante, pero no recordaba cuándo. Más tarde dio cuenta de las visiones en su diario.
Cornel honró a su esposa mientras vivió, y participó pródigamente con ella de los placeres de Venus, pero las puertas de la fortaleza del ayer nunca más volvieron a abrírsele. Por qué se había esclarecido el pasado en la segunda noche de su viaje nupcial? A esa pregunta no halló jamás respuesta.
Tiempo después, cuando aún lo dominaba agilidad que patrocina la juventud, empuñando la escopeta de caza erraba por vez primera en la soledad de los bosques con los que recientemente había engrosado sus dominios. Se detuvo en un claro y, aunque sin comprender lo que le empujaba a hacerlo, anunció en tono ceremonioso: «En este sagrado lugar erigiremos la vidriería».
De vuelta a casa, repitió la sublime declaración con las mismas palabras, con la salvedad de que dijo «aquel» en vez de «este».
- Por qué? - inquirió Janka.
- Para que la luz y el brillo sean nuestro negocio - repuso él con la solemnidad de un sacerdote.
Ni las tímidas objeciones de su esposa ni las cuentas precisas del administrador consiguieron apartarlo de esa decisión. Tampoco lo disuadió el hecho de que las deslumbrantes llamas que se alimentaban en la vidriería, por mucho que el uso de lentes oscuras las atenuara, le dañasen aún más la vista. Hizo traer a dos maestros de Sajonia y apenas un año después fueron templados los primeros ojos de buey, así como jarras, grandes garrafas para vino embutidas en canastos y demás productos. El taller hervía y el negocio florecía. De todos los condados llegaban pedidos. Janka nunca dejó de preguntarle: «Cómo se os ocurrió?»
Sin embargo, él nunca tuvo el valor de confesarle que todo había sido fruto de la inspiración. Ahora, en el lecho de muerte, puesto que no podía contar lo que veía ni a su esposa ni a sus tres hijos, inesperadamente volvió a asaltarle el diluvio de imágenes. Gracias a estas visiones pudo comprender al fin qué lo había llevado, a los treinta años y siendo el favorecido propietario de un criadero de caballos, a querer construir una vidriería en mitad del bosque que le había aportado el desposarse con Janka. Ante sí se sucedía en desvaídos cuadros la historia de la estirpe de los Csillag. Vio a su padre, Péter Csillag, y a su abuelo Pál, el que había ido a buscar fortuna a Baviera. Éste se ganaba la vida ahí como curtidor, pero antes había ostentado, en la gran meseta húngara, una próspera vidriería que los otomanos arrasaron. Vio a su bisabuelo Janós, en su mocedad, escaparse de casa y morir tiempo después en una de las campañas contra el turco que había dirigido el legendario Miklós Zrínyi: una bala de cañón lo destrozó mientras se limpiaba el barro de las botas.
Se vió a sí mismo de niño, aferrado a un perro flaco y lanudo. Sí... fue entonces, fue en ese claro donde también había tenido las visiones, hasta que perdió el conocimiento. Pero entonces no había entendido que debía haberlas puesto por escrito. Volvía a ver al abuelo Czuczor enterrando un cofre de hierro al fondo del huerto, tras los rosales.
El tesoro! El tesoro del abuelo! Las rosas... Quería gritar, pero la voz ya no le obedecía.
Los afligidos parientes no entendieron aquellos sonidos desarticulados, creyeron que Cornel, en su agonía, había perdido la razón. Alguien le puso una compresa húmeda en la frente. Cerró los ojos, agotado. Oyó susurrar a los suyos. Los dobladillos de gabanes y faldas se deslizaban por el suelo de la habitación, le molestaban aquellos ruidos. De nuevo pensó que todo sería más fácil si le dejaran a solas. Vio morir entre sus brazos a Málé, quien tiempo atrás había sido su único compañero. Quizás él también hubiera deseado partir de este mundo en soledad. Un pánico mortal se apoderó de él cuando vio ennegrecerse el cielo en mitad de un día claro: las tinieblas engullían el sol. Después supo que habíase tratado de un eclipse. Sus ojos nunca se recuperaron de la exposición a aquella luz corrosiva; desde entonces los tenía muy sensibles y le lloraban con frecuencia.
Hizo el recuento último. A lo largo de mi vida, el Todopoderoso me ha otorgado el maravilloso don de la Visión en tres ocasiones. Sería vano lamentarse de que la tercera haya llegado tan tarde. Su poder es ilimitado, inescrutables son Sus caminos. Es de esperar que extienda esta gracia también a mis hijos?
Sintió un pesado cansancio en sus miembros. Cruzó los brazos sobre el pecho, como había visto en los sarcófagos. Mi hora ha llegado. Que Sus manos me acojan. Fiat voluntas tua Domine.
Por qué había arrojado aquel té hirviendo a la cara del maestro vidriero? Y por qué, para empeorarlo aún más, había desenvainado la espada? Después de todo, él, Cornel Sternovszky, dominaba a duras penas el arte de la esgrima, mientras que de aquel artesano bruto se contaba que había salido airoso de docenas de duelos. En el primer choque de aceros, el vidriero lo había desarmado, y con el mismo movimiento de mano le había clavado el hierro en lo profundo de su pecho. Recordaba con exactitud cómo había brotado a borbotones la sangre.
Con cuatro años lo habían encontrado unas buenas gentes - gitanos nómadas - , su cuerpo apenas daba señales de vida. Cuando se recuperó pasaron muchos días en los que solo pudo aullar y bramar, y tuvieron que transcurrir semanas hasta que recuperó el habla. Ahora, mientras agonizaba, de nuevo le era imposible emitir sonido alguno, de nuevo lo cubría la repugnante y lóbrega oscuridad.

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